Guillermo Fesser sigue reivindicando a héroes de barrio. Tras presentarnos Cándida o a la gente de barrio tremendamente importante de A cien millas de Manhattan, ahora publica Marcelo, una novela editada por Contraluz en la que homenajea a los emigrantes hispanos establecidos en Estados Unidos. Lo hace repasando la vida de su protagonista, Marcelo Hernández barman en el Oyster Bar de la estación de trenes Gran Central Terminal de Nueva York.
A cien millas de Manhattan, uno de tus libros previos, también refleja a héroes anónimos de la sociedad estadounidense, como lo es Marcelo. Incluso en Cándida: cuando Dios aprieta, ahoga pero bien, reflejabas otro país, en este caso España, a partir del perfil de una persona, de su forma de vida, sus dificultades. ¿Te hiciste periodista para encontrarte con voces auténticas y alejadas de lugares de poder?
Sí, para darle voz a la gente que tiene mucho que contar pero no sabe cómo hacerlo, o que no tiene acceso a un micro. A mí me interesa mucho que una mujer como Cándida te cuente su punto de vista de las cosas, que no su tragedia. No seamos rectilíneos, las personas somos un montón de cosas a la vez. No seamos tampoco condescendientes ni escuchemos desde arriba, atendamos a lo muchísimo que tiene que decir todo el mundo. En Gomaespuma, cuando incorporamos a Cándida a la radio cometimos el error de pensar que le estábamos haciendo un favor, porque tenía una vida muy complicada. Yo he aprendido muchísimo de ella.
¿Cómo conoces a Marcelo?
Primero descubrí el Oyster Bar donde trabajaba él. Me habían dicho que tenía que probar el bocata de ostras fritas típico de ese local, porque es algo equivalente al bocata de calamares en Madrid. Y eso que a priori tiene textura de moco frito, pero está buenísimo. El Oyster es un lugar muy grande, es como un trasatlántico. Pero en una barra pequeñita trabajaba Marcelo desde hacía décadas. Poniendo solo bebida. Inicialmente nos comunicábamos en inglés, yo no detecté que tenía acento hispano. Fui por allí un par de veces, congeniamos. Llevé a Sarah, mi mujer, y fue ella la que me advirtió de que ese hombre tenía una historia muy interesante. Al principio rechacé la idea porque en ese momento no me encajaba hacer un libro de ese tipo. Pero pronto me puse a favor. Lo comenté con él y no me hizo mucho caso. Según me explicó después, la gente en la barra le dice todo tipo de cosas que luego nunca ocurren. Así que le propuse hacer lo mismo que con Cándida: “es tu vida y es mi libro, pero vamos al 50%. Y si no ganamos nada, los pasamos bien durante unos días”. Y entonces accedió.
Marcelo no es un camarero, es un barman.
Sí, a mí al principio se me escapó alguna vez lo de camarero, y me corregía. Porque un barman tiene una relación más íntima y continuada con quien está al otro lado de la barra (aunque quizá si lo ven en la calle ni lo saludan). Un barman representa una figura entre amigo, padre, madre, confesor, psicoanalista… Pero, sobre todo, es alguien que te escucha. Lo de escuchar y hablar funciona cuando está balanceado: a veces llegas a casa por la noche, cierras la puerta y te da la sensación de que no te ha escuchado absolutamente nadie en todo el día. Y Marcelo tiene el don de que parezca que te ha estado esperando toda la vida. El segundo día que vas se acuerda de lo que pediste el primero. Cosas así te hacen sentir importante. Eso atrae más que el gin tonic: en Nueva York hay muchos sitios donde lo ponen espectacular, pero con la atención con la que lo sirve Marcelo, yo no lo he visto.
¿Marcelo ha conseguido esa idea tan neoliberal del sueño americano?
Marcelo ha cumplido su sueño porque quería vivir en Estados Unidos, y más concretamente en Nueva York, y lograr una vida económicamente solvente para su familia e hijos. Allí de donde venía, esto parecía imposible. Además ha trabajado en una profesión que ha amado. Eso sí, no es tonto: se ha dado cuenta de que a cambio de todo esto ha tenido que renunciar a su vida. Se ha desvivido para que sus hijos puedan estudiar y tener más oportunidades, cosa que también ha ocurrido en España. No se ha cuestionado nada durante años pero ahora tiene la espalda rota. Ha sido el perfecto inmigrante para el sistema: agradece la oportunidad y no solo no se queja, sino que sale a celebrar el día de la bandera como el mayor patriota. Sus hijos sí son conscientes del absurdo de una estructura que no te permite pasar tiempo con quienes quieres. Que no desarrolla una verdadera red de transporte público ni sanidad. Que se acerca más una pesadilla que a un sueño. Seguramente para la segunda generación de inmigrantes sea más fácil ubicar la conexión entre raíces y ramas. Tiene menos complejos, ya no le avergüenza su origen, halla más respeto. Imaginan ya que otro modelo de sociedad es posible. Solo cuando eres americano te puedes plantear si mola ser americano.